18 nov 2009

Mi clásico

Mujercitas representa, y creo que no sólo para mí, algo muy importante. Significó un crecimiento, un aprendizaje, un repensar sobre las cosas que pasaban por mi cabeza de niña de 11 años. Como dice Calvino, resultó una lectura >, y al releerlo años después me di cuenta de cómo había influido en mí.
A medida que avanzaba en la lectura de Ítalo Calvino, el libro Mujercitas se iba quedando más y más en mi cabeza, pensando en cómo éste es “mi” clásico. Las hermanas March supieron atraparme con sus complicaciones de una vida cotidiana, sin “tramas noveleras” como las que estamos acostumbrados a ver hoy en día, sin “el padre del amigo de mi hermano, es en realidad mi tío” o cosas por el estilo, sólo visibles en la televisión mexicana que tanto “nos gusta”
[1] consumir a los argentinos.
Mientras más me adentraba en la historia y avanzaba en la trama del mismo, me sentía identificaba con alguna hermana: en un principio con Meg, la hermana mayor, a veces por las actitudes varoniles e impulsivas de Jo y más hacia el final de libro, me identificaba con Amy, la niña mimada, consentida y egoísta de la familia. Las cuatro hermanas March representaban cada etapa en la vida de una mujer: los sentimientos encontrados que aparecen en la pubertad, las preocupaciones que nos angustian al crecer, los problemas cotidianos de una familia típica de la época en que se situó la novela (mediados del siglo XIX, durante la guerra de Secesión en Estados Unidos
[2]) y los primeros amores de cada una y cómo los manejaron.
Mujercitas logró transportarme hacia otro mundo: el mundo de las March. Me adentraba más en el libro y, así, en la vida de ellas. Cada vez que agarraba el libro para leer donde lo había dejado el día anterior o hacía un par de horas, viajaba a mediados del siglo XIX en EE.UU. y me convertía en la quinta hermana, que sólo estaba allí como observadora de aquella realidad.
Considerando esto, afirmo con toda seguridad, así como lo dijera Celia Güichal
[3], que un viaje no siempre implica moverse físicamente, moverse de un territorio a otro. Mi viaje siempre fue ficticio, en mi mente. Me desconectaba de mi realidad para conectarme con la realidad de las hermanas que serían mi familia hasta que mis ojos cansados dijeran “basta”.
Si bien éste no fue el único libro que no podía dejar de leer, que quería terminar apenas había leído unas cuantas hojas, sí fue un libro que dejó huellas en mí. Identificarme con los personajes del libro y verme a mí misma pasando por esos acontecimientos no es algo que me ocurra con cada libro que leo: una cosa es que “te atrape” y otra bastante diferente es sentir que estás viviendo esa historia. Si bien los personajes eran diferentes (a mí y entre sí) encontré en cada uno de ellos alguna característica mía.
Meg, la mayor de las hermanas, era una chica estructurada, organizada, conciliadora y responsable. A mis cortos 11 años, no logré entender por qué éste personaje me llamaba tanto la atención, pero luego las vueltas de la vida (quizá, el que me llamara la atención no fuera tan arbitrario) me llevaron a ser una persona muy parecida ella. En algún momento del libro (mayoritariamente, al comienzo) me sentí decepcionada por sentir que Meg era fría y manipuladora, pero luego resultó no ser tan así.
Josephine, la segunda en orden de edad, era varonil, escritora, impulsiva y apasionada por los libros. Era, a veces, el vivo reflejo de mi hermana. No me sentía reflejada en ella, pero sí a mi hermana y eso me bastaba para sentir a Jo como de mi propia sangre.
Beth era la tercera hermana, y era prácticamente invisible. No tenía ningún rasgo particular en su personalidad que llamase la atención, exceptuando eso mismo: que no llamaba la atención y todos la adoraban por eso. Muere a mitad de la novela y fue como si yo misma hubiera perdido a un pariente. Todas ellas me habían atrapado y convertido en un miembro más de la familia, por lo que sufrí junto a ellas la pérdida de esa hermana tan querida.
Amy... ¡por fin llegamos a Amy! La menor, la consentida, la mimada, la caprichosa. Muchas veces su conducta me irritaba, pero al mismo tiempo la encontraba divertida y era ella, con un poco de ayuda de Jo, quien comenzaba las travesuras y le daba dinamismo a la trama.
Mi emoción por llegar a ella se debe a que al terminar el libro, Amy se convirtió en “mi modelo a seguir”. Ella fue la que más camino recorrió en la historia, la que más maduró y reconoció sus errores. Se convirtió de una pequeña caprichosa en una mujer increíble, que se casó con su vecino quince años mayor. Fue pensar que era así en ese momento y que mi vida después sería como la de ella.
Estas cuatro hermanas unidas hacen una: cada personaje representa una etapa diferente en la vida de una mujer. Los miedos del crecimiento, el carácter en formación, el cuidado hacia la familia, el primer amor, el casamiento.
Citando a Calvino, Mujercitas “me formó”: me sirvió de base de algunos valores (por ejemplo, el compañerismo, la solidaridad con la familia y con los demás). “Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos cuyo origen habíamos olvidado”
[4]: La segunda vez que lo leí, debía tener unos quince años y realmente fue una lectura diferente, fue un reconocimiento de mi propio crecimiento, de cómo fui cambiando y, en consecuencia de eso, cómo sentí que ellas cambiaron.
Al repasarlo alguna vez, hace poco tiempo, noté más cambios, un libro nunca es el mismo. Aunque en realidad los que cambiamos somos los lectores, sentimos que el libro es diferente. El libro cambió, nos cuenta otra historia, otros personajes con otras características, no son los mismos porque nosotros no lo somos. Si no somos los mismos de un día para el otro, por más que tengamos siempre una rutina, ¿cómo podemos pretender que al releer un libro lo veamos de la misma manera?
En estos casi diez años que pasaron desde la primera vez que lo leí y ahora, mi vida cambió prácticamente 180º. No sabría decir si eso les pasa a todos en ese período de tiempo pero sé que en mi vida sí. Antes de releerlo hace algunos de meses, podía decir que me había convertido en Amy pero hoy puedo decir que soy una Meg hecha y derecha.
En estos diez años, “el libro cambió”. Le encontré algunos significados que antes no le había encontrado, redescubrí sentimientos, emociones, entendí las cosas de una manera nueva y también entendí que en los cuentos las tragedias pueden terminar bien, al contrario que en la vida real. El ser más grande, me ayudó a tener los pies sobre la tierra y no creer que siempre la vida real terminará bien como algunas lecturas nos quieren hacer creer. Pero soñar no cuesta nada y leer un libro menos. Nunca está de más preferir un buen final a una situación trágica o pensar en que las cosas se resuelven solas. Y, creo, ése es el trabajo de un (buen) libro: hacernos caer en otro mundo, que a pesar de ser diferente, podamos sentir como nuestro, que pertenecemos a él, que esa historia contada en sus páginas, es nuestra.
Es por eso que muchas personas podemos reír o llorar con facilidad al leer un libro. Nos metemos con facilidad en un mundo que no nos pertenece pero que sentimos como nuestro, y sufrimos y nos alegramos por las vivencias de nuestros queridos personajes. Y no hay nada más lindo que meterse en un mundo que no es tuyo y cambiar de vida por un rato...
Sencillamente, ésa es la razón de por qué hay que leer “mi” clásico.

[1] “nos gusta” entre comillas porque soy una ferviente creyente de que no consumimos lo que nos gusta, sino que, en todo caso, nos gusta lo que consumimos.
[2] Fue un enfrentamiento civil entre los Estados de la Unión (norte) y la Confederación de los Estados del Sur (sur). El conflicto giró en torno a dos grandes cuestiones: la esclavitud en los Estados del Sur y la polémica sobre la supremacía de los Estados de la Unión y las tasas protectoras que aplicaban a sus artículos.
[3] C. Güichal, en Una metáfora viva, hace referencia a “los viajes interiores”, donde al igual que en los geográficos existe una tensión entre mapa y territorio y, aunque se cumpla con el itinerario, hay algunas cosas que son imprevisibles.
[4] Por qué leer los clásicos, Ítalo Calvino, Cuadernillo de Ensayo, Taller de Expresión I, Cátedra Reale, pp. 70-74.

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