21 may 2009

Los engaños de la mente

En una fiesta, en un lugar lejano donde el invierno era blanco, ya que todo estaba cubierto de nieve, apareció Amy. Ella no estaba invitada, pero fue de todos modos. Cuando entró, podía sentir en su nuca las miradas de todas las personas del lugar; claramente, por el momento al menos, no era bienvenida allí. Amy siguió caminando y comenzó a escuchar murmullos, aunque no escuchaba si realmente eran por ella.
Empezó a abrir puertas, buscando algo (aunque en realidad no estaba segura de qué era). Era una casa gigante con muchas puertas color crema y picaportes dorados, en un pasillo pintado de color mostaza. Al no encontrar nada más que camas y mesitas de luz vacías, bajó las escaleras (quién sabe de dónde aparecieron), y encontró en el living de esa mansión un teatro montado precariamente, con los sillones, las sillas, la mesa y las cortinas. Éste hecho le llamó la atención, así que se quedó viendo qué hacían esos muchachos que, aparentemente, tenían su misma edad. Al principio, no entendía muy bien de qué se trataba, hasta que, paulatinamente, comenzó a escuchar algunas palabras sueltas: “Amy”, “cansado”, “nunca”... De repente, lo comprendió. Eran ella y su novio, teniendo una discusión. ¿Acaso estaban representando su relación? Ésas personas, que ella desconocía, no deberían meterse en su vida, pensó, mientras sentía un fuego intenso que se despertaba rápidamente en el interior de su pecho.
Sintió cómo su cara se acaloraba, cómo sus manos temblaban y fue corriendo a la habitación más cercana. Al entrar, reconoció que era una biblioteca. Miró, revisó y tiró la gran mayoría de libros, hasta que encontró uno que le pareció adecuado. Un libro pequeño, grueso, de hojas amarillentas, con las tapas azules y que, curiosamente, no tenía olor alguno. Amy leyó el título, “Mujercitas”, y recordó amargamente que cuando iba al colegio sus compañeros solían burlarse de ella por tener el mismo nombre que una de las protagonistas de aquél cuento. Dejando de lado ese sentimiento y sin importarle el qué dirán, agarró el libro con la boca para usarlo como arma. Con ese libro que no significaba nada para ella, fue corriendo apresuradamente a pegarle a esos desconocidos que estaban simulando que su vida era una producción teatral. Cuando Amy apareció con el libro en la boca, llevándose por delante todo lo que había en el camino, todos la miraron asombrados y comenzaron a correr y a gritar.
Amy abrió los ojos y vio por la ventana de su habitación que los primeros rayos del sol ya estaban asomándose por la persiana. Ahora entendía por qué todos la miraban asombrados, por qué su olfato parecía estar más sensible al reconocer que el libro no tenía olor y, por sobre todo, por qué agarró el libro con la boca. En su sueño, ella era un perro (una perra, en realidad).
Amy pensó que sería bueno contarle lo que soñó a su psicólogo.

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